UN OBRERO COMUNISTA Y UNA MAESTRA SOLIDARIA

Hugo Noboa Irigoyen y María Cruz Arias, su legado[1]


LOS VINCULOS FAMILIARES DE NUESTRO PADRE Y NUESTRA MADRE

Hugo Noboa Irigoyen fue un obrero linotipista, dirigente sindical y comunista. Nació en Riobamba el 10 de junio de 1921 y falleció en Quito el 15 de febrero de 1982, hijo de Leopoldo Noboa Saá (Riobamba), también obrero linotipista y socialista, y de Dolores Irigoyen Solís (Saquisilí) que se encargó de criar a sus hijos y cuidar de la familia.


Nuestro abuelo Leopoldo Noboa Saá y nuestra abuela Dolores Irigoyen Solís

Nuestro padre tuvo nueve hermanos, en orden de edad: Lidia, Hugo, Gerardo, Edmundo, Leopoldo, Beatriz, Jorge, Luis, Carlos (Óscar René) y Dolores Noboa Irigoyen; cada una de sus familias requiere un capítulo especial.


La abuela Dolores Irigoyen (en el centro de pie) con algunos de sus hijos, hijos políticos y nietos. De pie a la izquierda, nuestro padre Hugo Noboa Irigoyen tiene en sus brazos a su primera hija, Marcia, y junto a ellos, nuestra madre, María Cruz. De pie a la derecha, el esposo de la tía Lidia, Enrique Granda, tiene en sus brazos a su primer hijo, Fernando, junto a ellos la tía Lidia Noboa Irigoyen.

María Cruz Arias fue maestra, ejerció su profesión dentro de su familia, con sus hijos y nietos a los que cuidó. Nació en Loja el 28 de diciembre 1925 y falleció en Quito el 27 de diciembre de 2021. Hija de Ricardo Cruz, que había sido militar y del que no conocemos más, y de María Angélica Arias (Ambato). Los hermanos de nuestra madre, en orden de edad, incluyendo ella, son: María, Bertha y Jaime Cruz Arias, Estela y Luis Quingalahua Arias.


Nuestra abuela María Angélica Arias, retrato

Se casaron nuestro padre y nuestra madre a inicios de 1945, cuando finalizaba la segunda guerra mundial. Pocos meses después de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, en noviembre, nació Marcia, nuestra hermana mayor. Mi madre no había cumplido los veinte años, es decir era casi adolescente, aunque en esos tiempos no existía esa categoría, se pasaba directo de niña a adulta.


El matrimonio de nuestro padre Hugo Noboa Irigoyen y nuestra madre María Cruz Arias (1945)

Poco interactuamos con la familia extendida de nuestros abuelos paternos y maternos, con los demás Noboa que no fueran de la rama Noboa Irigoyen, con los Irigoyen, con los Arias. De los Cruz, a más de los hermanos de nuestra madre y su decendencia, no conocimos a otros. Sin embargo, con toda seguridad, nuestro padre Hugo y nuestra madre María si tuvieron una rica vida con sus respectivas familias ampliadas, hay algunos recuerdos cruzados y etéreos de ello.

Dos de los primos más queridos para papá, fueron Hugo Noboa Castillo y Mauro Noboa Castillo, con quienes compartió mucho durante su infancia y juventud; mantuvieron esa amistad hasta adultos. Sabemos que tuvo también una buena amistad en su niñez y adolescencia con su prima Inés Noboa Castillo.

En la vida adulta, otros dos primos muy cercanos fueron Guillermo y Vicente (Viche) Tinajero. Ambos tenían un taller de mecánica de precisión en el centro histórico de Quito, primero en el Pasaje Miranda (La Guaragua) en la calle Galápagos entre Luis Vargas Torres y Guayaquil, luego en la misma calle Vargas, pero más al norte, cerca del colegio Mejía. Guillermo, pintón y elegante, estaba casado con una mujer guayaquileña muy simpática, Anita Valdez, no tuvieron hijos; gozaban de una buena situación económica y solía Guillermo ser muy generoso con nosotros, los hermanos Noboa Cruz. Con el avance tecnológico, el taller (muy pintoresco) donde se reparaban máquinas de escribir, calculadoras, cajas registradoras y objetos por el estilo, quedó en desuso. Las hermosas máquinas de escribir de antaño fueron remplazadas poco a poco por las computadoras, campo en el cual no podían incursionar ni competir.

Otros primos y tíos de nuestro padre a los que conocimos y con los cuales compartimos en algunas ocasiones, fueron: Eliecer Irigoyen (profesor del Colegio 24 de Mayo y otras instituciones), Ignacio (Nacho) Irigoyen, Ciro Tinajero, el “loco” Carlos Marín, odontólogo que siempre tuvo su consultorio junto a la radio Tarqui y al “maestro Juanito” (Gustavo Herdoiza León).

Por el lado de nuestra madre, cuando el abuelo Ricardo Cruz murió, la abuela María Angélica quedó joven y se casó nuevamente, esa vez con el señor Segundo Quingalahua. De tal manera que nuestra madre tuvo hermanos no sólo Cruz, sino también Quingalahua. Con todos ellos y sus respectivos hijos hemos tenido relación cercana en diferentes momentos de la vida.



Foto de la izquierda: nuestra madre, María Cruz Arias, sentada en el centro, junto a sus hermanos, Luis Quingalahua Arias (izquierda) y Jaime Cruz Arias (derecha). Atrás, de pie, su primo César Arias. Con sus respectivas parejas. En la foto de la derecha: nuestra madre junto a su hermana Bertha Cruz Arias.

De la familia extendida materna, con quienes más nos hemos relacionado es con los Arias, tíos y primos de Ambato. Pero también con los Moya, los Manzano, los Jaramillo, los Velasteguí; pues la abuela María Angélica Arias tuvo hermanos no sólo Arias, sino de otros matrimonios de los bisabuelos.

El tío Antonio Jaramillo de nuestra madre, fue un personaje muy pintoresco, era militar de tropa (tal vez sargento) y pasaba mucho tiempo en la Amazonía (el Oriente decíamos entonces), nos traía chontas y otras cosas exóticas. Disfrutábamos en su casa, en la calle Huáscar, cerca de la casa de los abuelos Noboa Irigoyen, de su café de chuspa y yuca asada en tulpa de leña. El tío César Arias tenía un puesto de casimires en un mercado de Ambato donde nos invitaba tortillas de papa con chorizo y huevo frito. Otros tíos y primos por el lado de nuestra madre, con quienes hemos tenido cercanía, fueron el César Arias (hijo), la tía Carmelina Velasteguí y su esposo el tío Luis (Lucho) Moya, el Llogo (Rodrigo) y el Pucho Moya, el José Elías Villacis. El pediatra Gualberto Arias era tío de nuestra madre, es decir nuestro tío abuelo, pero nunca tuvimos cercanía con él.

 


 

NUESTRO PADRE, HUGO NOBOA IRIGOYEN Y NUESTRA MADRE, MARÍA CRUZ ARIAS


De izquierda a derecha: La abuela Dolores Irigoyen Solís; Enma Zambrano; la bisabuela María Ignacia Saá, que tiene en su falda a nuestro padre Hugo Noboa Irigoyen; la tía abuela María Carolina Noboa Saá (hermana de nuestro abuelo Leopoldo) abrazando a sus hijos Efraín y Sara; finalmente nuestro abuelo Leopoldo Noboa Saá, con la mano en el hombro de nuestra tía Lidia Noboa Irigoyen

Nuestro padre, Hugo Noboa Irigoyen, segundo hijo de una gran familia bastante masculina de siete hermanos y tres hermanas, tuvo una niñez y una adolescencia alegres, llenas de deporte y música, pero también de trabajo. Conocimos la última casa donde vivió con los abuelos en Quito, en la calle Huáscar, unos doscientos metros al sur del Penal García Moreno. Por detrás de la casa iniciaba el camino a la Cima de La Libertad (sitio icónico de la batalla de Pichincha de 1822) y al barrio del mismo nombre; una pequeña ventana del comedor, que siempre estaba cerrada, daba a esa calle. Sin embargo, algún tío nos contó que antes vivieron en una casa ubicada más al sur y al occidente de ese lugar.



Nuestro padre Hugo Noboa Irigoyen, en la niñez y adolescencia

Hugo Noboa Irigoyen estudió la primaria en la Escuela México. Contaba nuestro padre que cuando estudiante de secundaria del Instituto Nacional Mejía se quedó suspenso en alguna materia, probablemente inglés; el abuelo Leopoldo, muy severo como eran los padres en esa época, le retiró del colegio y lo llevó a trabajar en la imprenta del Colegio Militar Eloy Alfaro. De tal manera que vio frustrada la posibilidad de continuar sus estudios e inició una temprana vida de trabajador gráfico, activista y dirigente sindical, que lo caracterizó toda la vida.

A pesar de no haber culminado sus estudios secundarios, Hugo Noboa Irigoyen fue un autodidacta; estudiaba y leía mucho por su cuenta y nos inculcó la lectura a los hijos desde niños. Contaba nuestra madre, que incluso se dio el lujo de corregir textos a algunos de los más connotados escritores ecuatorianos de mediados del siglo XX, cuando ya trabajaba en la imprenta de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en la matriz de Quito.

 


Hugo Noboa Irigoyen, en el linotipo de la Casa de la Cultura Ecuatoriana

Lo que nos consta es que tenía una muy buena biblioteca, sobre todo de autores ecuatorianos, latinoamericanos y rusos; le gustaban mucho estos últimos. Algunos libros de escritores ecuatorianos tenían una dedicatoria personal a nuestro padre. Explorar esa biblioteca era uno de los pasatiempos favoritos de los hermanos Noboa Cruz en la niñez y adolescencia. De allí nos robamos temporalmente “La Madre” de Máximo Gorki, “El Sepulcro de los Vivos” de Dostoievski, “El Cojo Navarrete” de Enrique Terán, o “Huashipungo” y “En las Calles” de Jorge Icaza, para leerlos en secreto; aunque nuestro padre y nuestra madre nos incentivaban a que tomemos y leamos los libros. Con frecuencia recibíamos libros como regalos de navidad.

De profesión Linotipista y carpintero aficionado que hizo varios muebles de la casa, fue un amante no sólo de la lectura, sino también de diferentes artes. La música era una de sus pasiones, le encantaba la música clásica, pero también la tradicional rusa, los boleros y los tangos. “El día que me quieras” de Gardel fue su símbolo distintivo. Tocaba la guitarra y cantaba, pero también escribía impecablemente, con profundidad y erudición.

De carácter fuerte, fue siempre organizado, recto, defensor de la justicia y de los humildes, sensible y solidario; amoroso en extremo, especialmente con sus nietos, sólo llegó a conocer a los mayores.

Su actividad obrera y sindical le vinculó tempranamente a la izquierda y en particular al Partido Comunista del Ecuador; no fue militante del partido, pero como intelectual obrero era muy apreciado por los dirigentes comunistas. Los hijos participábamos en algunas reuniones sindicales y políticas en nuestra casa con conocidos dirigentes de esas organizaciones, sentados muchas veces en las faldas de nuestro padre y su pierna postiza (amputaron su pierna a los veinte y siete años de edad, por una gangrena causada por el tabaco y la enfermedad de Buerger, episodio doloroso que marcó su vida y las nuestras).

La vida de nuestro padre estuvo siempre cruzada por enfermedades, era hipertenso y tenía úlcera gástrica. A más de la amputación de una pierna por encima de su rodilla, fue objeto de varias intervenciones para evitar que le amputen la otra, aun así, no dejó de fumar casi hasta el final de sus días, lo hacía a escondidas de nuestra madre y de nosotros los hijos, creía que no nos dábamos cuenta. Probablemente tuvo una enfermedad laboral no detectada por los médicos, saturnismo, por exposición al plomo en el linotipo.

Murió joven nuestro padre, en el año 1982, a los sesenta de edad, luego de una hospitalización y una intervención quirúrgica en su estómago; no soportó la cirugía y el postoperatorio. Pensaron los médicos que pudo tratarse de cáncer gástrico, pero nunca se confirmó ese diagnóstico.

Por su parte, nuestra madre, que estudió la primaria en la Escuela Rosa Zárate, solía contarnos con lujo de detalles sobre su vida de colegial en el “Manuela Cañizares”, que parece fue uno de los períodos más felices de su vida. Era una excelente alumna, mimada por sus profesoras, muy hábil como practicante de maestra y excelente deportista; era parte de la selección de su colegio en atletismo y basquetbol. Contaba, muy orgullosa, las maravillas que hacía en trabajos manuales para las prácticas con sus alumnos de jardín de infantes y educación primaria.

 


María Cruz Arias, de adolescente


María Cruz Arias con el equipo de básquet del Normal Manuela Cañizares.

Nuestra madre es la tercera desde la izquierda.

 

Fue en el colegio donde nuestra tía Lidia, la hermana mayor de nuestro padre, conoció a nuestra madre María Cruz Arias, y fue la tía la que primero se enamoró de ella. Lidia decía entonces “como no quisiera que esta linda guagua sea pareja de mi hermano Hugo”. Y su presagio se cumplió, claro que seguramente Lidia debió haber hecho algo, bastante o poco, para que primero se conozcan y luego sean novios y se casen. Y así, casi adolescente, recién salida del colegio, terminaron siendo pareja. A los veinte años ya era madre de nuestra primera hermana, Marcia.

Pero allí también llegó una frustración. Nuestro padre, por ese machismo terrible que impregnaba en esa época a todos los hombres -conservadores, liberales o comunistas- no le permitió trabajar de maestra y prácticamente la condenó a ser “ama de casa”. Ello, a pesar de que nuestra madre hubiera podido contribuir a la economía del hogar, como maestra que era y con muchas cualidades que le perfilaban con éxito en su profesión.

Muchos años más tarde, se reunía con las ya jubiladas compañeras maestras, algunas de ellas habían alcanzado sitiales importantes en su profesión, pues habían sido rectoras de colegios, directoras de escuelas o maestras connotadas. Tenía nostalgia de ello cuando le acompañábamos algunas de sus hijas o hijos al sitio de las reuniones. Luego se cansó de ir, ya no le resultaba atractivo.

María Cruz fue siempre una mujer sacrificada y muy fuerte tanto física como emocionalmente. Unos brazos y en general un físico, poderosos, de tanto correr al mercado, a los colegios de los hijos, a cocinar, a limpiar la casa y hasta a apoyar a su compañero y a sus hijos en sus actividades políticas. A más de las responsabilidades del hogar y de criar y educar a sus hijos y varios de sus nietos, en los cuales inculcó el sentido de responsabilidad y justicia, se dio tiempo para trabajar en su misma casa para aportar a la economía familiar, era una hábil artesana, de hecho su segunda casa (departamento), en el que vivió hasta su fallecimiento, lo financió con su trabajo artesanal.

No fue nuestra madre militante política o sindical como nuestro padre, pero siempre lo apoyó en sus ideas y estuvo presta a realizar cualquier actividad que contribuyera a la militancia sindical de su compañero. Más tarde, esa misma actitud solidaria y cómplice, se reprodujo con algunos de sus hijos y sus actividades políticas de izquierda, desde ayudar a preparar el engrudo para pegar carteles, atender con mucho cariño a los compañeros que venían a reuniones políticas en su casa, evacuar rápidamente de la casa algunos libros y documentos que podían considerarse peligrosos en alguna batida que hicieron las Fuerzas Armadas en toda la ciudad, hasta acoger en el hogar a un militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional, durante la guerra contra el somocismo. Pero la actividad más importante en este campo la cumplió junto a otras valientes mujeres cuando luchó varios meses por la libertad de nuestro padre y otros presos políticos, cuando detuvieron a decenas de dirigentes estudiantiles, sindicales y de izquierda a finales del gobierno de Arosemena Monroy e inicios de la dictadura militar de Castro Jijón en 1963. Sabía que en algunas de esas acciones se arriesgaba y arriesgaba a la familia, pero igual lo hacía con toda convicción y fortaleza.

Pero, muchas veces, esa misma fortaleza y esa gran energía desplegadas, minaban su salud. Era dramático verle quebrada, llorando desconsolada, al extremo de desmayarse, rodeada de las hermanas mayores que la sostenían y cuidaban, hasta que se recuperaba. Los hijos pequeños, contemplando con espanto esas escenas.

Seguramente por las dificultades económicas, no había paseos familiares. Muchas veces tampoco podíamos acceder a los paseos de la escuela o del colegio, a una fiesta, a otra distracción o un lujo como una bicicleta, una prenda de vestir bonita. Sin embargo, éramos felices.

Una de las escenas más hermosas ocurría cuando nuestra madre, las poquísimas veces que iba al cine con nuestro padre, al regreso nos traía a compartir alguna golosina que habían comprado y nos contaba con lujo de detalles las películas en prolongadas sesiones alrededor de las camas de las hijas. Esos pequeños momentos nos llenaban, a nuestra madre y a nosotros.

Nuestra madre falleció el 27 de diciembre de 2021, en plena pandemia de Covid-19. Le faltó un día para cumplir 96 años de edad.


Nuestra casa de la familia Noboa Cruz, en la calle Deifilio Torres 216 (antes calle México), al pie del barrio San Juan. Donde vivimos desde 1960 hasta 1995 en que salieron nuestra madre y nuestro hermano Édgar.  Al fondo la iglesia de La Basílica. Cuando allí vivíamos la casa era bonita y de color rosado (Foto Google)

La pareja Noboa Cruz fue muy prolífica. Ocho hijos con sus respectivas parejas. Quince nietos, la mayoría también con parejas. Y, hasta el momento (noviembre de 2024), diecinueve bisnietos. Que han incursionado en diferentes campos laborales y profesionales, y también en algunas artes. La música, aunque nadie se ha dedicado expresamente a ello, ha acompañado a varios. Y en el deporte también ha habido excelentes exponentes, incluso seleccionados para representar a sus instituciones, la provincia de Pichincha y el país, en diversas disciplinas.

Todas las hijas y los hijos de Hugo Noboa Irigoyen y María Cruz Arias, se apropiaron del legado y los valores transmitidos por los padres, sobre todo la solidaridad, con diferentes enfoques y matices. Pero es quizá la familia de la última hija, Diana (con su pareja e hijos) quienes más representan en la actualidad ese sueño transformador de la sociedad que caracterizó a ese obrero comunista y a esa maestra solidaria.


Hermanos Noboa Cruz, con los primos Pablo Cruz

y Sandra Noboa Jiménez, año 1968



[1] Aunque publico en mi blog personal, se trata de un trabajo colectivo, una recopilación de textos escritos en diferentes momentos por algunos de los hijos de la pareja, los hermanos Noboa Cruz, y por una de sus nietas. Una breve referencia a su historia, sus vínculos y su legado.

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