EN EL MEJÍA DE LOS AÑOS 60 Y 70

(este es un breve relato de Hugo Noboa Cruz, es parte de una memoria que se me ocurrió escribir a inicios del año 2021, cuando estábamos aún en la fase dura de la pandemia de Covid-19. Posiblemente se identifiquen mejor con el relato mis compañeros mejías de promoción (graduados en 1972), pero puede ser una referencia para los mejías más jóvenes, para que tengan una idea de nuestra época)


Foto posiblemente del año 1972, durante el viaje del paseo de fin de colegio, a Cali

El colegio Mejía y la adolescencia fueron de las etapas más intensivas de aprendizaje, y no sólo por las materias que nos dictaban. Teníamos unos profesores que dejaron huella. Nuestro inspector en los últimos años fue “Cara de Piedra” Pavón. Ningún profesor ni compañero se libraba de apodos en el Mejía.

Con el profesor Miño de literatura leímos muchos clásicos de la literatura española. Me escogió para representar una vez al colegio en el “concurso del libro leído”, pero no me dejaron seleccionar el libro; hubiera querido que sea el Poema Pedagógico de Makárenko o Cruces sobre el Agua de Joaquín Gallegos Lara, pero me obligaron a que presente un libro que no me gustó tanto en ese entonces “Leyendas y Tradiciones Ecuatorianas”, la mayoría leyendas anónimas como “el Gallo de la Catedral” o “Cantuña”.

Manuel Oña Silva, comunista y profesor de historia (tío abuelo de mi querido amigo Diego Oña) fue tal vez el profesor que más marcó en mí. Seguramente porque yo estaba sensibilizado por mi padre y el entorno familiar, por los compañeros sindicalistas de mi padre. En la primera clase que tuvimos con Manuel Oña, debe haber sido en cuarto o quinto año, comenzó diciéndonos “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”; nos dejó perplejos. Después supe que era una frase de Carlos Marx.

“Tarzán” Toscano, en Biología, nos abrió la mente hacia el ARN y el ADN, hacia los aminoácidos y el origen de la vida, eran fascinantes sus clases.  El “Diablo” Caicedo, profesor de química, más que profesor fue un amigo, siempre jovial y sonreído; nos inició en los misterios de los elementos químicos, de los átomos y los protones. Lenin Oña (padre de Diego), recién llegado de la URSS, nos despertó inquietudes por las artes, sobre todo la pintura, en sus clases de “apreciación del arte”, que me parece una cátedra revolucionaria para entonces. Nos hizo conocer a Kandinsky o los misterios de Van Gogh, pero también la riqueza de la Escuela Quiteña. Nos tenía una vez al mes dibujando o pintando en los museos, en la Plaza Grande o un Guápulo visto desde atrás del hotel Quito.

Hubo muchos otros profesores de gran talla, Olalla en física, o los famosos: “Cacha” Flor (alguna vez me evaluó para ver si entraba al equipo de gimnasia por recomendación de otro profesor, pero la fractura de mi codo, que nunca quedó bien, frustró todo intento), Padilla en natación o “Siete Machos” Reyes, eran el terror en educación física. Los mejías tenían que ser “machos”, no nos podíamos graduar si no nos lanzábamos desde la plataforma de 5 metros de altura a la piscina, aunque cayéramos como costal de papas, de espalda.

El rector Rafael (Rafico) Almeida (padre de mi amigo Arturo Almeida) o el “Pupo” Fierro, primero entrenador de atletismo y luego inspector general, eran otros grandes personajes. El Pupo nos iba a sacar de la galería del cine Alameda cuando nos fugábamos de clases (pero esa es una historia muy conocida por todos).

Se podría escribir largo sobre el Mejía, pero sólo quiero referirme a algunos hechos significativos.

En el Mejía aprendí a amar la justicia y la rebeldía frente a la injusticia. Por supuesto que la familia ayudó, y mucho. Fue un proceso lento, que inició temprano. Coincidió mi estancia en el Mejía con hechos históricos importantes en el mundo: la lucha y muerte del Che Guevara en Bolivia; Mayo del 68 en Paris; la masacre de Tlatelolco en la ciudad de México, la guerra de Vietnam y la resistencia de los Viet Cong liderados por Ho Chi Minh, la consolidación de la revolución cubana. Y en el país, la masacre de los bachilleres que luchaban por el libre ingreso a la universidad, en la casona universitaria de Guayaquil.

Era cachorro (de primer curso) cuando estalló, no sé ni por qué, una huelga de estudiantes. Con otros cachorros pasamos toda la mañana y la tarde estudiando la forma de escaparnos, los grandes de quinto y sexto cursos cuidaban las puertas y todos los muros. Al fin lo logramos a las primeras horas de la noche, con el estómago vacío del prolongado ayuno. Aprovechamos la primera oscuridad y un descuido de los vigilantes, para saltar uno de los muros. Cuando llegué a la casa con la buena noticia de que había logrado escaparme de la huelga, mi padre me recibió furioso, me trató de cobarde, por no estar en la huelga con el resto de los compañeros. Tuve que regresar inmediatamente.

La primera noche de huelga fue larga y fría, buscábamos con otros compañeros donde acomodarnos para dormir, pero los mejores sitios estaban copados por los más grandes. A duras penas pudimos conciliar el sueño entrecortado, sentados en algún frío pupitre de metal. Al otro día felizmente hubo sol y cientos de muchachos recuperamos el sueño atrasado en el césped recién colocado de la cancha de fútbol (antes era de tierra).

La segunda noche fue mejor, íbamos aprendiendo. De pronto nos encontramos (seguramente con el Miguel Arévalo, mi mejor amigo entonces) en la periferia de un círculo que se había formado en alguna de las aulas o salones, alrededor de una guitarra. Era Gustavo Velásquez, mayor que nosotros, de los estudiantes de la nocturna que se unieron a la huelga. Para esa época, Velásquez era ya un famoso cantante de Don Medardo y sus Players y hasta había sido cantante de Los Hispanos de Colombia. La comida comenzó a llegar más abundantemente al segundo día, traída sobre todo por las mamás y las hermanas; se compartía entre todos los compañeros.

En esa huelga aprendí de solidaridad, de disciplina (sin que nos impongan los inspectores y profesores) y un poco de sobrevivencia en condiciones difíciles (jaja).

Luego de eso, hubo muchas huelgas o movimientos reivindicativos de los estudiantes. Siempre rebeldes los del Mejía. Y muchas manifestaciones en las calles, incluyendo algunas célebres, como aquella en que casi termina incendiada la sede del partido conservador que se ubicaba en esa casa particular de San Blas que la llaman “calé de queso” (la misma donde describen vivió mi tío abuelo Carlos Noboa Saá, en la época en que masacraron a Eloy Alfaro); la indignación nuestra se debía al asesinato de un estudiante del Mejía durante un mitin electoral de ese partido. Otras celebres movilizaciones fueron durante la visita de Rockefeller al Ecuador y las que ocurrieron contra la embajada de USA durante el embargo del atún y el banano ecuatorianos, en plena “guerra del atún”, por las doscientas millas de mar. Recuerdo que en una de esas manifestaciones repletamos de plátanos los patios de la embajada gringa.

En sexto año, estando un sábado en la práctica premilitar que se realizaba en el viejo hipódromo de La Carolina, los oficiales y soldados instructores (que nunca nos enseñaron a disparar armas y que no podían controlarnos), sólo vieron como nos alejábamos en uniforme de campaña, bien formaditos y gritando consignas al estilo militar (este trotecito que risa me da, ja ja ja) sin hacerles caso, en manifestación hasta llegar alrededor de la embajada gringa. Al principio los de la embajada creían que éramos militares, jajaja.

Pero uno de los episodios más simpáticos ocurrió cuando en una de las tantas manifestaciones alrededor del colegio, vimos que cientos de compañeros venían corriendo por la calle Arenas, como conejos despavoridos, a refugiarse en el edificio, parecía que hubieran visto al mismo demonio. Atrás venía un gigantesco monstruo de metal que echaba gas y agua, era la primera vez que veíamos al que después apodamos como “trucutú”; ni sabíamos entonces de su existencia. Más tarde aprendimos a enfrentar al trucutú, no era tan fiero como parecía, algunos compañeros incluso, cuando lográbamos bloquearlo, se subían encima de él para tratar de desmantelarlo, o meter las bombas lacrimógenas dentro del vehículo; el Fabián Ramírez era uno de esos audaces. Admiraba el valor de algunos compañeros mayores que nosotros, como Bayardo Tobar, Mesías Robalino y los hermanos Jijón (estos últimos, después compañeros en el MIR).

Otros buenos episodios eran los deportivos. Nunca fui buen deportista como para representar en alguna disciplina al colegio. Pero me encantaba ir a las barras, especialmente cuando se jugaba los campeonatos de básquet o de vóley en el coliseo “Julio César Hidalgo”, en el centro; o los campeonatos de atletismo, generalmente en el estadio de la Universidad Central y alguna vez hasta en el Olímpico Atahualpa. Miguel Arévalo tampoco faltaba a las barras. Parte de la fiesta era la rivalidad con las barras de los otros colegios, que a veces llegaba a la violencia incontrolada (¡qué tontería!). Nuestros principales rivales en el básquet eran los del colegio San Gabriel (los curas, les decíamos), pero también los del San Pedro Pascual y los de La Salle.

Cuando estaba terminando el colegio, durante varios años seguidos campeonamos en la categoría superior de básquet con un equipo de lujo, en el que estaban: Bauz, Chacón, Roldán, Piedra, Gómez, Ferri, a los que más tarde se sumaron otros símbolos como el gigante Muñoz, Morales, Goetschel. Les dirigía el legendario Juan Escalante (que, a su vez, en su época había sido parte de otro equipo memorable del Mejía, con su hermano Ramiro, Lofrucio, Alemán, Buenaventura y otras figuras). A uno de los partidos finales, donde quedamos campeones, fui llevando la sirena del América (un símbolo del equipo de fútbol profesional del barrio); la sirena era de los Puebla.


Del equipo titular, falta Nelson Piedra en la foto,

más tarde también Juan Morales y Edmundo Goetschel

En vóley, el entrenador era el “Palanqueta” Andrade, y había también un equipo de lujo, en el que destacaban el flaco Dahik y nuestro compañero Hugo Sandoval, que les servía las bolas a los clavadores, de lujo, “como en el Hotel Quito” decíamos. Nuestros principales rivales en vóley eran del mismo San Pedro Pascual y el San Andrés, pero también del Montúfar, con quienes tuvimos varias célebres broncas. En vóley había también el equipo de mayores que competía en el interclubes, donde jugaban el mismo “Palanqueta” Andrade y Leonardo Astudillo, como algunas de las principales figuras.

Otra pasión era el atletismo, los rivales principales eran los del Colegio Militar Eloy Alfaro, pero también los del Alemán, Americano, Benalcázar y el mismo Montúfar. El Colegio Militar acostumbraba robar talentos deportivos de los demás colegios, pero especialmente del Mejía, ofreciéndoles becas, por lo que la rivalidad era aún mayor. Igual, el Mejía siempre fue semillero de grandes atletas, algunos de talla internacional, como Jorge Vallecilla, Clelio Jácome o Roberto Erazo (este último, robado al colegio Montúfar). En mi tiempo había también lanzadores impresionantes como Duque, o velocistas como nuestro compañero Fabián Zapata. El entrenador multifacético era Leonardo Astudillo, él mismo era un gran declatonista.

Pero no eran los únicos deportes en que destacaba el Mejía, allí estaban los famosos gimnastas olímpicos entrenados por el Cacha Flor, como Campos, Nájera y Luna, que eran la base de la selección nacional, junto a nuestro vecino Bolívar Dávila (que era estudiante del Benalcázar). Esa tradición se mantuvo con chicos como Guido Abarca, vecino del barrio San Juan, años más tarde. Igual había equipos poderosos en lucha libre (con Roberto Vinelli, por ejemplo, que luego se fue al militar) y en judo otro Roberto Erazo. Fútbol era otro campo en el que destacaba el colegio, con jugadores legendarios como el “Muerto” Alzamora, pero realmente no me apasionaba tanto el fútbol, como sí el básquet, el vóley y el atletismo.

De los desfiles del colegio, presididos por la inmensa banda de guerra (en la que el Paul Fuseau y el loco Romero tocaban el tambor), los que más me gustaban y recuerdo, eran esos célebres del 5 de junio (día del liberalismo y fiestas patronales del colegio) a la Hoguera Bárbara de Eloy Alfaro y los otros mártires liberales, en El Ejido. Íbamos orgullosos, correctamente uniformados, con zapatos, pantalón de casimir y corbata negras, camisa blanca y la chompa ploma del Mejía con su sello en el pecho, a la izquierda. Los desfiles de antorchas nocturnos desde la cima de El Panecillo hasta el colegio eran también hermosos, un río de luces recorría las calles del centro.

Hubo también episodios feos en el colegio, sobre todo se sintió eso cuando uno fue estudiante de los primeros años. El abuso de los grandes en eventos como el cachorreo a los muchachos de primer año. O en el aula, el abuso de los compañeros más grandes y la procacidad de algunos. Recuerdo de manera especial, debe haber sido en tercer curso, el acoso al que me sometió X X (no hace falta decir su nombre), bullying dirían ahora (su hermano gemelo era también nuestro compañero, al contrario, una bondad de persona). X era un tipo desquiciado, más grande que yo, apasionado por el nazismo y Hitler, siempre estaba armado de una gran navaja. Por desgracia me tocó sentarme en el pupitre de dos, junto a él. Permanentemente me amenazaba con la navaja, hasta que se dieron cuenta otros compañeros y Jorge Zurita (que se fue al militar y fue luego comandante general del Ejército) le desafió a trompones después de clase. Subimos todo el curso al parque que queda frente al viejo Hospital Militar y Jorge le pegó una paliza; desde allí dejó de molestar. Años más tarde le vi a X, colorado como era, con su gran nariz de hacha y con capa roja, dirigiendo las huestes de Tradición, Familia y Propiedad. Me pregunto ¿cómo se habrá sentido un fascista como él en el Mejía?

Con el Raúl Jervis, cuyo hermano era un conocido periodista (Santiago Jervis, de El Comercio), incursionamos un tiempo en la redacción del periódico de los estudiantes. Yo fui reportero deportivo en algunos números.

En los últimos años del colegio, las inquietudes políticas iban tomando más curso, éramos un grupo de adolescentes que compartíamos inquietudes similares, nos veíamos en las marchas, especialmente con Fabián Ramírez, Miguel Arévalo, Ruperto Valencia, Luis Muñoz, entre otros. Los hermanos Maldonado Donoso (Pablo, nuestro compañero y Diego, un poco mayor) entraron al colegio; venían de Cotopaxi, hermanos de Fernando Maldonado, conocido dirigente del Partido Socialista Revolucionario Ecuatoriano. Rápidamente los Maldonado nos captaron para formar un grupo de estudio, nos reuníamos en la casa de su hermana mayor y nos instruían, tanto el propio Fernando, como otros militantes socialistas, incluido Sergio Vélez, cuñado de ellos.

Me propusieron en sexto curso que sea el candidato a la presidencia del Consejo Estudiantil del colegio. No acepté, no era aparente para esas cosas, nunca lo he sido. Aceptó Marcelo Cárdenas, que se había integrado al grupo y con él ganamos el Consejo Estudiantil en nuestro último año en el colegio. Nos graduamos en julio de 1972.

Antes de culminar, cómo no recordar los helados del Aurelio en los recreos, a quien dejaban entrar al patio con su carrito de madera, blanco y celeste, “guanábana” gritaba; o las empanadas de morocho a la salida, las palanquetas de la panadería Arenas; o los motes de la Ramona, una señora “motera” del mercado América, a la que dejaban entrar en el recreo al bar del colegio. O las cervecitas en el "Chulla Pérez" y los partidos de billa y billar donde "El Cuervo".

Aun egresado del colegio, siendo estudiante de medicina, seguía asistiendo ocasionalmente, al menos a algunos eventos deportivos donde participaba el colegio.

Cuando cumplimos veinte y cinco años de graduados (en 1997), junto con la Sociedad de Egresados del Mejía, participamos en algunas actividades interesantes. Varias sesiones, un festejo en la casa de Mejía, sede de la asociación de egresados (junto al arco de Santo Domingo), allí compartimos con muchachos estudiantes del colegio. La sesión solemne en el salón de la ciudad, en la que se homenajeó a los que habían cumplido cincuenta años de egresados, entre ellos estaban el doctor Marcelo Touma, destacado gastroenterólogo, y el doctor Oswaldo Chávez, fundador y primer decano de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE).

Hoy, al comenzar el año 2021, se ha formado un grupo de WhatsApp, con el nombre de “Patrón Mejía promoción 72”, que entiendo pretende ir preparando la celebración de nuestros cincuenta años de egresados, que se conmemoran el próximo año 2022. El Igor Jaramillo siempre ha sido muy activo en esas actividades de los ex mejías. Espero que, para entonces, la pandemia de Covid-19 ya se habrá superado.

hnc / junio 2021 

NOTA COMPLEMENTARIA: En el año 2022 cumplimos 50 años de egresados y tuvimos un acto sencillo dentro del colegio, en el que entregamos computadoras portátiles para unos pocos alumnos y alumnas de la promoción 2022 que más las requerían.


En junio del 2022, algunos compañeros de la promoción 1972, en la sala de los rectores


En los graderíos del colegio, junto a autoridades y estudiantes (2022)

 

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