LOS HIJOS Y LA LEVEDAD DE NUESTRO SER
Cuando llegamos a adultos mayores y tenemos aún conciencia del mundo que nos rodea, ensayamos un balance de nuestras vidas. Y si hemos tenido hijos o hijas, ellos y ellas son el eje de nuestro balance.
Generalmente, todos los padres y todas las madres sentimos
que pudimos haber hecho más por nuestros hijos y nietos; pensamos que algo pudo
ser diferente. Nos preocupamos por su futuro, pues tarde o temprano dejaremos
de estar presentes.
Muchos valoran el éxito de los hijos por lo económico. Que
sean profesionales o empresarios exitosos, con una buena dote de bienes
materiales.
No es mi caso y estoy seguro que tampoco el de mi compañera.
Pero ello puede ser un problema, porque no necesariamente los hijos piensan
como los padres. ¿Qué hubiera querido cada uno de los hijos?, ¿incluso en lo
relacionado a bienes materiales?, no lo sé.
Milan Kundera, al inicio de su novela “La insoportable
levedad del ser”, haciendo referencia a Nietzsche, nos lleva un momento por el
mito del “eterno retorno” y la posibilidad de que éste sea la carga más pesada,
que nos destroza. Pero mientras más pesada la carga, según Kundera, más real es
nuestra vida.
La ausencia absoluta de carga, nos hace ligeros, nos
distancia de la tierra, hace que los movimientos sean libres, pero
insignificantes.
“Entonces, ¿qué hemos de elegir?, ¿el peso o la levedad?”
Cuarenta años después, circulan teorías de que nuestra vida
en realidad es sólo una simulación, que repite infinito número de veces lo que
ya sucedió en otro mundo. Y, por tanto, no estamos en capacidad de cambiar nada.
Los hechos que ocurren en nuestras vidas, y de todas las personas y seres que
conocemos, de toda la humanidad y la Tierra, tendrían entonces un curso
inamovible. Seríamos sólo imágenes de una gran computadora, de una inteligencia
artificial.
Me niego a creer esa espantosa teoría. Me niego a creer que
el destino es inamovible. Pienso que todos somos actores de nuestro proceso, y
ello está determinado por las relaciones sociales, por la estructura de las
sociedades. También por el poder y las ambiciones, muchas veces desmedidos.
Creo que cada uno de los seres humanos construye su propia
historia, moldeada por nuestro contexto, aunque haya bases genéticas y
biológicas que en última instancia también están determinadas socialmente. La
sucesión de familias endogámicas termina provocando rápidos cambios genéticos, tanto
como la exposición a contaminantes químicos y radiaciones.
En el complejo tejido de la humanidad, lleno de convenientes
teorías y prejuicios de lo más variados y absurdos (determinismo social),
conviene ver a los seres humanos, más por sus valores que por su riqueza
material, por las proyecciones del mundo que queremos construir. Y allí ocurren
enormes diferencias. Finalmente terminan pesando más en la historia, Karl Marx
o Violeta Parra, aunque murieran pobres; antes que John Davison Rockefeller.
Hay quienes quisieran que no cambie nada en las relaciones sociales.
Que la sociedad de clases, con tremendas desigualdades, sea eterna. Que la
riqueza y privilegios que acumularon (muchas veces de mala manera), los
abuelos, los padres y ellos mismos, sean siempre transmitidas de manera intacta
a sus hijos y demás herederos; aunque ello signifique eliminar a hermanos que
podrían ser una competencia. Esa es la historia de las monarquías, de la
nobleza y de los grandes capitalistas; la historia del poder.
Hay otros que quisieran transformarlo todo. Construir una
sociedad más justa e igualitaria; libertaria (en el sentido anarquista de la
palabra), además. Y en esa sociedad soñada, que debería ser universal, no
cabrían fronteras ni se podría hablar de personas legales o ilegales, el
concepto de “Patria” desaparecería. No debería haber ni amos ni esclavos, ni
trabajos más importantes que otros; no debería haber herencia; todos los seres
humanos nacerían con iguales oportunidades, y a los que, en algún momento, por
cualquier razón, les llegue la adversidad, allí estaría la sociedad para
protegerlos, cuidarlos y regresarlos al cauce del bienestar, o intentarlo al
menos.
En esa sociedad igualitaria, donde todos y todas
desarrollemos nuestras capacidades artísticas, deportivas, filosóficas o de
cualquier otro tipo; no cabrían tampoco las religiones ni los supremacismos,
que tanta sangre han derramado. Quienes crean en un dios, lo rezarán en la
intimidad; que ello no nos divida más. Al fin toda la humanidad sería fraterna.
Por ello, es muy relativo el éxito presente. El llamado
éxito, rodea de comodidades a quienes lo disfrutan. Pero, a costa de la desdicha
de quienes mueren de hambre y de exclusión.
Isabel Allende decía al inicio de la pandemia de Covid-19,
que ésta le había enseñado a valorar aún más lo verdaderamente importante. Basta
un techo para refugiarse, un par de vestidos, un plato, una tasa y un cubierto
para comer de la manera más sencilla; y ojalá toda la humanidad tuviera ello;
la vida sería más fraterna, más justa, no habría ejércitos ni armas de
destrucción masiva, no habría violencia, o ésta sería mínima.
Mis hijos, aunque tengamos divergencias ideológicas, estoy
seguro que comparten esos sueños. No les sería difícil adaptarse a una sociedad
igualitaria, no tendrían que renunciar a mucho, y ganarían bastante. Ese es el
más valioso legado al que los padres podríamos aspirar.
Mis hijos están llenos de valores. Sin duda enfrentarán
muchas vicisitudes, incluso más que las actuales, tendrán días difíciles, pero
ello les fortalecerá aún más. Y sabrán transmitirlo a sus hijos o a las
personas más cercanas. Me siento orgulloso de ello y ya puedo morir en paz.
Compañera, hemos cumplido. Si pudiéramos vivir nuevamente, estoy
seguro que no sería muy diferente. Esperemos que nuestras almas, cuando nos
abandonen, no sean muy leves.
HNC / dic 2023
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