4. Entre las calles y Elena
(2015 – 2016)
Como en los viejos tiempos, un Hernán maduro pero jovial y dinámico, con su abultada melena y su barba plateadas, lo que para algunas mujeres resultaba atractivo, entre amigos y compañeros que compartían mucho más que ideología, recorría las calles del centro histórico de Quito, radiante. No había visto una marcha de esas magnitudes en los últimos tiempos, quizás nunca en su vida, que no era corta. Los periódicos al otro día y las primeras notas de algunos medios electrónicos, el Facebook y el Twitter, en esa misma tarde y noche, circulaban fotos, videos y mensajes que daban cifras disímiles. Algunos hablaban de más de doscientos mil personas, los más cautos decían ciento cincuenta mil, lo cierto es que eran ríos inmensos que engrosaban por las bocacalles. Pero, para el gobierno, no eran más de cuatro pelagatos.
Aquel
día majestuoso, por horas encerraron en la Plaza Grande a los pocos partidarios
del gobierno que habían acudido al llamado de su líder a “defender la
revolución”, en realidad, a presenciar otro bochornoso baile de tarima, con
famosos y mareados invitados nacionales y extranjeros, que esta vez sin embargo
estaban de verás asustados ante la multitud opositora, más aun cuando a cada
momento llegaban los rumores de que se había roto el cerco de diez mil policías
y soldados bien armados que protegía a un par de miles de manifestantes
gobiernistas, la mayoría traídos a la fuerza desde las oficinas públicas, que
no dudaron en huir, uno a uno, en cuanto hubo la mínima oportunidad.
Si
bien es cierto, muchas de las personas de la manifestación opositora eran en
esta ocasión de la clase media del norte de Quito, incluso personajes de la
burguesía, de la farándula y de la política. Sin embargo, los que más
destacaban eran los líderes y organizaciones indígenas con sus tambores, sus
guitarras, flautas, violines de los san pedros
y hasta un saxo; junto a sindicatos de
trabajadores, organizaciones juveniles, y sobre todo las mujeres, en gran
número, organizadas o no; en medio de batucadas que retumbaban consignas de
alegría. Mujeres jóvenes y viejas, niñas con sus madres, indígenas, urbanas y
rurales, maestras, estudiantes, obreras y trabajadoras del hogar…
Hay que ver las cosas que pasan…
Hay que ver las vueltas que dan…
Con un pueblo que camina pa
delante…
Y ¡un gobierno que camina para
atrás!
No
era una marcha como cualquiera, las mujeres habían tomado la batuta, como en
las marchas anteriores y subsiguientes, que se mantuvieron por varios meses.
Elena, así se llamaba ella, miraba a Hernán de reojo, él se esmeraba en
levantar su cartel con una consigna contra el Tratado de Libre Comercio con la
Unión Europea, quería hacer notar a esa mujer madura de ojos negros y grandes,
que combinaban con el luto negro y lila de su vestido, que no era un pequeño
burgués novelero, que él era de los proletarios que lucharían hasta el final,
no sólo por cambiar un gobierno sino por cambiar la historia. Cambiar su vida,
de paso.
Cuando
las miradas y las sonrisas ya se cruzaban más desvergonzadamente entre Elena y
Hernán, embelesados no se percataron que una escuadra de caballería de la
policía se abalanzaba sobre ellos, atropellando entre sus cascos a niños y
ancianos que no alcanzaron a correr como los jóvenes que estaban ya a buen
recaudo y reorganizados para resistir.
Hernán,
de pronto se encontró en el suelo, con un fuerte dolor de cabeza y un mareo que
le impedía ver la sangre que teñía su rostro y su camisa. Sólo distinguía de
manera borrosa los dientes y los ladridos de unos perros furiosos que le
chorreaban su baba espesa y pestilente sobre la cara. Recordó las viejas
imágenes del Retén Sur.
Cuando
recobró totalmente sus sentidos, estaba junto a otras personas en el cajón
metálico de un camión de la policía que se desplazaba a gran velocidad. Alcanzó
a incorporarse hasta una de las rejillas por donde vio pasar raudos los árboles
de El Ejido.
Cinco
días y sus noches debió permanecer Hernán en una de las celdas del Distrito
Norte de la Policía, hasta que su esposa pagó de mala gana y con gran esfuerzo,
pidiendo prestado por aquí y por allá, la multa de dos mil dólares por daño a
la propiedad pública que le había impuesto un juez de flagrancias, cuando el
dañado en realidad había sido él. Una vez los abogados de la Comisión de
Derechos Humanos lograron medidas de protección, al fin pudo salir libre junto
a otros treinta detenidos.
Pero,
lo que más le dolía no eran los golpes que recibió al caer en San Francisco, en
el traslado y en la entrada al centro de detención, a pesar de que les pedía a
los policías que no le toquen porque a más de ser de la tercera edad, tenía sus
relaciones con dirigentes de movimientos sociales y de Derechos Humanos, que lo
estarían buscando. De nada valieron sus súplicas. Lo que más dolía en realidad
era haber perdido el contacto con aquellos hermosos ojos negros y grandes.
Quién sabe, nunca más volvería a verla, pensó. La pena comenzó a inundarlo, no
podía imaginarla distante para siempre, perdida en el infinito. Le quedaba la
remota esperanza de que en las próximas marchas la encontraría. Ni siquiera
sabía su nombre.
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