3. La juventud
(Por los 60)
33 AÑOS DESPUÉS
La historia política y también bohemia de Hernán, se inició allá a fines de la década de 1950 y comienzos de los 60, cuando estudiante del Instituto Nacional Mejía, y cuando vientos de revoluciones soplaban por América Latina, África y Asia. Las figuras de Patrice Lumumba, Fidel Castro, Ernesto Che Guevara y Ho Chi Min, se habían sumado a las de los ideólogos y líderes históricos de la revolución mundial y a la de José Carlos Mariátegui en particular, que tenía una profunda huella en Latinoamérica, en el área Andina en especial. Ello, junto a la influencia de poetas como César Vallejo, Miguel Hernández y García Lorca, y a la música de la resistencia española o la naciente nueva canción latinoamericana, crearon el ambiente sobre el que muchos jóvenes latinoamericanos, entre ellos Hernán, fueron creciendo en esas épocas. Luego, todo ello se fortaleció en 1968 con las barricadas de Paris, la primavera de Praga, la revolución de los claveles en Portugal, la masacre de los estudiantes y el pueblo mexicano en la Plaza de Tlatelolco, y más tarde, la masacre de los estudiantes secundarios que proclamaban el libre ingreso en la Casona de la Universidad de Guayaquil en mayo de 1969.
Hernán,
nunca fue ortodoxo.
Sus
inquietudes políticas fueron progresando junto a orientaciones de lo más
diversas, desde familiares militantes o cercanos al partido comunista, hasta
sacerdotes jesuitas, antropólogos agnósticos, o colegas y jóvenes de mayor edad
que trataron de reclutarlo para los partidos comunista marxista leninista con
influencia de Pekín o la fracción más radical del partido socialista que se
autodefinía como revolucionaria. Pero, finalmente, terminó simpatizando y
militando con la Unión Revolucionaria de la Juventud (URJ) y más tarde fue
protagonista de la constitución de un alternativo movimiento de izquierda, del
cual seguirá siendo miembro virtual, de corazón, hasta su muerte. Pero de los
verdaderos, como solía decir, no de los que se venden por un puesto de
funcionario o asesor.
Cuando
algunos de sus camaradas le propusieron ser parte de la guerrilla del Toachi,
Hernán, aún muy joven, había preferido reflexionar sobre métodos de lucha más
efectivos, antes que embarcarse en esa aventura que podía costar innecesariamente
la vida de muchos jóvenes, como sucedió décadas más tarde con otra guerrilla
frustrada.
Pero
no sólo de política y arte de esa línea estaba plagada la juventud de Hernán.
Le encantaba el deporte, especialmente los deportes colectivos y más populares:
el fútbol, el vóley de tres y el básquet. A éste último era al que más se
dedicaba, especialmente en aquellos sábados extenuantes de cinco o más partidos
seguidos que comenzaban muy temprano en la mañana y terminaban a media tarde.
Le
encantaba ir a los encuentros deportivos en los que competían los equipos de su
amado Colegio Mejía, sobre todo el atletismo, más aún cuando los rivales eran
los estudiantes del Colegio Militar, siempre dispuesto en la primera fila de la
barra a saltar a la batalla campal cuando el perdedor, cualquiera fuera, no se
había conformado con la derrota. En ese entonces, todavía no tenía plena
conciencia de que la violencia es una estupidez, cualquier forma de violencia,
más aun si sucedía entre adolescentes que podrían estar hermanados,
construyendo un mundo justo y en paz, que rompa el círculo violento heredado de
cientos de generaciones, no importa las aparentemente irreconciliables
circunstancias del momento.
Los
años adolescentes de cantina, con las voces aguardentosas de Alci Acosta,
Daniel Santos o las melodiosas de Carmencita Lara, Jesús Vásquez y Julio
Jaramillo, en la cantina del “Chulla Pérez” por los alrededores del colegio o
en algún antro de La Alameda, San Juan, La Tola o el centro histórico, habían
contribuido también a conformar su personalidad y su proyecto de vida, pero
también su vena bohemia. Nunca aspiró a ser rico o a ser un personaje especial,
ni siquiera le atraía una carrera universitaria que finalmente la cursó a
medias y con muchas dificultades económicas, por los ruegos de su madre.
Prefería ser un autodidacta de lo que gustaba. Quería sólo disfrutar y vivir
intensamente, con un compromiso por cambiarlo todo. O cambiamos todo o no
cambiamos nada, solía repetir, recordando la frase o un grafiti de no sabía
quién.
Le
encantaba el billar. No era buen jugador, pero disfrutaba de las carambolas a
tres bandas de los demás y eventualmente de las suyas. Pero sobre todo le
fascinaba el ambiente del salón del tuerto donde convivían jóvenes estudiantes,
adultos que vivían de las apuestas y alguno que otro ladronzuelo que se
refugiaba en esa hueca luego de cometer sus fechorías, donde el botín se
comenzaba a negociar y a gastar.
El
Rock era otra de sus pasiones, creció y maduró su juventud con The Beatles, The
Rolling Stones, Led Zepellin, The Doors, Bob Dylan, Janis Joplin, un genial y
desconocido Sixto Rodríguez… pero también con Charly García, Nito Mestre y Sui
Generis.
Brother
Louie, de The Stories, fue uno de los himnos rebeldes y universales de amor, de
su juventud y de la de muchos, que lo recordaba con nostalgia en su madurez:
“She was black as the night;
Louie was whiter than white.
Danger, danger when you taste brown
sugar,
Louie fell in love overnight…”
(Ella era negra como la noche;
Louie era más blanco que el blanco.
Peligro, peligro cuando pruebas azúcar
morena,
Louie se enamoró en la noche.
No hay nada malo, fue muy bueno,
Louie se enamoró de la mejor chica,
cuando la llevó a su casa
para presentarla con su mamá y su papá
Louie sabía exactamente qué esperar.
Louie Louie Louie, Louie…
…no hay diferencia si eres negro o blanco,
hermanos, saben lo que quiero decir…”)
Humillado
una noche por los maltratos de su padre, un Hernán adolescente descargó su
furia acercándose como a un refugio a la guitarra y luego de rasgar algunos
acordes que aprendía de sus amigos, inició unos meses de aprendiz básico de
cantor de barrio…
—
-Échate
otra, flaco.
-Pero
es que ya no sé más, sólo éstas me aprendí, a duras penas, al menos de las que
más gustan a todos.
-Pero,
¿qué otra sabes Hernán? Aquí te ayudamos…
-¿Saben:
me gustan los estudiantes?
-Y
esa pendejada, de dónde sacaste, más parece consigna de tus panas revoltosos
–jajaja rieron todos.
-Que
ignorantes, ¿no saben que es una canción de Violeta Parra? Ni siquiera han de
saber quién es Violeta.
-¿Y
esa…? ¿Quién tan será? Pero échale, a ver como suena.
-Ahí
va:
“Que
vivan los estudiantes,
jardín
de nuestra alegría,
son
aves que no se asustan
de
animal ni policía,
y
no le asustan las balas
ni
el ladrar de la jauría.
Caramba
y zamba la cosa,
que
viva la astronomía…”
-Que
buena flaco y cómo decías que ya no sabes más. ¿Has estado practicando no?
-A
mí también me gustó flaco, sobre todo esa parte que dice que no se asusta ni de
animal ni de policía, jaja…
Rieron todos, festejando una canción diferente que habían compartido. No sonaba como el alma en los labios o sendas distintas, puñaleras en la voz de Julio Jaramillo, ni como un valsecito de Chabuca Granda, pero gustó a la mayoría.
-Y la música también, estuvo buena, Hernán. Ya nos hemos de aprender para cantarles en coro a los tiras – jajaja rieron de nuevo todos – cántate otra… por ahí mismo…
-…Y,
cómo te vas a casar flaco, cazar con “zeta” parece. ¿Qué apuro tienes?, estás
guambra todavía. Ahora sí, nos vas a dejar las noches sin vihuela, porque de
segurito te has de perder.
-No,
como van a creer, yo jamás dejaré a mis panas de La Tola. Aquí en este nuestro cuchito seguiremos…
-Zona, zona, rayas… Suco bota rápido y al disimulo por ahí esa pendejada. Aquí sólo estamos tomando y cantando. ¿Oyeron?
Varios patrulleros llegan a toda velocidad con las sirenas encendidas, se baja una docena de policías y otros de civil que merodeaban por la zona se unen a los recién llegados.
-Todos
contra la pared ¡carajo!, con las piernas abiertas mariconcitos… cédulas en la
mano.
-Pero
si no tenemos papeles, sólo estamos cerca de nuestras casas, para qué vamos a
andar con la cédula…
-¡Cállate
carajo! Has de hablar cuando yo te ordene… Apestan a hierba estos cabrones. El
que no tiene papeles, ¡va preso! Busquen la droga en todas partes, en su ropa y
en los alrededores…
Y así, Hernán llegó a conocer tempranamente la cárcel, por fumón, junto a sus amigos de barrio y a otros huéspedes del Retén Sur.
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El
Retén Sur era un antro de lo más asqueroso, pero por ello mismo: pintoresco.
Era la imagen de la podredumbre del sistema, del Estado abusivo y de la
miseria. Ubicado al Sur de la ciudad, era un centro de detención para hombres, que
se suponía provisional. Pero allí pasaban durante meses y aún años, confundidos
en la mayor inmundicia: avezados criminales que pagaban a los guardias para no
ser trasladados al Penal, la cárcel mayor; junto a pequeños ladronzuelos que
robaban por hambre; jóvenes consumidores de drogas que eran detenidos para su
supuesta rehabilitación; eventualmente caían también en ese lugar, estudiantes
y obreros, atrapados en manifestaciones callejeras o asambleas sindicales, a
quienes acusaban de sediciosos.
El
criminal con más poder y fortaleza mandaba en la única celda enorme del Retén
Sur. Tenía a su mando dos caporales que se encargaban de mantener su propio
orden en todos los rincones de la cárcel, y por supuesto, de dar la bienvenida
a los nuevos detenidos.
Cada
nuevo detenido, peor aún si era primerizo, era sometido al terror del primer
contacto. A más de la golpiza que había recibido de la policía y de las
torturas a que se iba a someter en los días siguientes, sufría también la
humillación del clan de delincuentes que controlaba el centro. El respectivo
caporal de cada zona de la celda, con dos ayudantes, se encargaba de ablandar
al nuevo huésped con golpes a la altura de los riñones y si era necesario,
pinchazos con chuzos de madera, en
las nalgas o en la misma región lumbar. La pobre víctima era literalmente vaciada
de todo lo de valor que aún traía encima.
Ya
la policía se había encargado de incautarle el dinero y los documentos que
portaba, con el anuncio de que lo retiraría a su salida, lo cual casi nunca
sucedía. Al caporal y sus ayudantes les tocaba la tarea de arrebatar a la
fuerza lo que quedaba de útil: correa, gorra, chompa, camisa… Si los zapatos y
el pantalón les parecían atractivos, también los arrebataban; muchas veces el
nuevo detenido quedaba en calzoncillo o desnudo.
Si
no había un alma caritativa, con cierta antigüedad y poder, que se compadecía
del pobre desgraciado, debía acurrucarse desnudo en el gélido suelo de la celda
y así pasar la noche. Muchos enfermaban de neumonía y de diarrea, o se llenaban
de sarna y piojos.
La
celda apestaba a heces y orina, pues en un rincón se ubicaba un mugroso
servicio higiénico, que casi siempre estaba ocupado y muchas veces dañado. Los
presos hacían cola para poder acceder al servicio, aunque su situación sea
desesperante.
Al
segundo día, si la familia había logrado ubicar al detenido en el Retén Sur,
con suerte recibía de ella algo de ropa, una frazada y comida; dinero ni
pensar, era más peligroso tenerlo que carecer de él. Si el amo de la celda y
sus caporales así lo decidían, volvían a arrebatarle todo al novato y otra vez
estaba desnudo y desamparado. Y así hasta que los amos y señores de la cárcel,
en complicidad con los guías y los policías, consideraban que había pagado
suficiente por su novatada.
Los
gritos desesperados de los reclusos, a lo lejos, sucedían sobre todo en las
primeras horas de la noche y a veces de madrugada. Eran las horas de la
tortura.
Atravesando
el patio, al frente de la gran celda, estaba la sala de torturas. Jamás se abría
esta habitación en horas de visita ni cuando llegaban autoridades de gobierno a
constatar las bondades del sistema de rehabilitación. La sala permanecía
cerrada bajo cuatro candados, que se abrían sólo cuando disponía el jefe del
centro, quien además dirigía las torturas con evidente morbosidad.
Al
abrirse las puertas de la sala de torturas salía un vaho a sangre fermentada,
mezclado con aromas a mierda, orina y el perfume barato y escandaloso del jefe
de la prisión. La sala tenía una colección de instrumentos de lo más
tenebrosos.
A
más del cabo que se tendía desde un gancho de acero en el centro de la sala, y
donde las víctimas colgaban de las muñecas o de los dedos pulgares amarrados en
la espalda; existía también el rincón del submarino,
una enorme tina hecha con llantas viejas y llena de agua con todas las inmundicias
que uno puede imaginarse, incluidas heces de los policías, donde zambullían una
y otra vez las cabezas de los torturados, hasta que confiesen cualquier
falsedad impuesta. Una rústica picana,
consistía en dos simples alambres gruesos que tomaban directamente ciento
veinte voltios del tomacorriente de la pared y los transmitían hacia los
testículos, la lengua, las tetillas o la región anal del torturado.
El
Jefe gozaba de las torturas con movimientos descoordinados de sus ciento veinte
kilos de grasa, aplausos y estruendosas carcajadas que apagaban los gritos de
dolor.
Pero,
a lo que más temían los presos, era a los furiosos perros de los policías,
alimentados a propósito con carroña, que más de una vez arrancaron pedazos de
carne y dedos enteros de los presos, en busca de carne fresca.
Para
Hernán no fueron desconocidos, ni la furia de esos perros, ni intentar dormir
desnudo a casi cero grados centígrados de temperatura, ni la picana, ni el
submarino. Y sobre todo, le repugnaba la asquerosa cara siempre sonriente del
jefe del Retén Sur.
—
Hernán
no se casó en esa ocasión, un camino tortuoso le acompañaría los años
siguientes.
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