1. El comienzo y el fin

 (2016)

33 AÑOS DESPUÉS


Un apacible barrio de Pomasqui en las afueras de Quito, con sus calles adoquinadas, el sol ardiente de agosto y pálidas montañas mágicas en el horizonte, donde los últimos meses había vivido Hernán Morelos, fue alterado por el sonido de las sirenas la mañana de ese viernes. Él había abandonado meses atrás su hogar, dispuesto a construir una nueva vida.

Muy temprano los vecinos vieron llegar una ambulancia, y luego, a media mañana, varios carros patrulleros. Nadie supo quién había informado del suceso a la policía.

Hernán, que había cumplido setenta años el día anterior, yacía muerto en uno de los tres ambientes del pequeño departamento arrendado. Su cadáver descalzo, fue encontrado en el piso de una pequeña sala comedor, vestido de manera sencilla, con unos blue jeanes descoloridos y una camisa, con los ojos abiertos y con restos de espuma seca derramada por su boca. Parecía que no se había acostado la noche anterior, pues la cama estaba tendida. Junto a su mano derecha yacía destapado un frasco de cristal café oscuro, sin contenido ni etiqueta. En el fregadero de la cocina había un par de vasos lavados, pero nada que llamara la atención.

-Parece que ingirió cianuro -comentó uno de los policías presentes -, lo digo por el ligero olor a almendras del que hablan los libros, pero habrá que confirmarlo con los exámenes médico legales.

Los vecinos no pudieron dar una pista de lo que pudo haber ocurrido, y aunque algo hubieran visto, no eran tiempos como para inmiscuirse en problemas ajenos. Hernán era relativamente un recién llegado al barrio. A más de saludar amablemente al paso desde su viejo y pequeño automóvil Suzuki o cuando salía a pie desde su apartamento, nadie sabía algo sobre él. Daba la impresión de que había sufrido un golpe reciente, porque aunque dinámico, se lo veía algo triste. Pocas personas lo visitaban.

Una vecina de en frente de la calle fue quien más información aportó. Según ella, Hernán había desaparecido desde hacía como dos semanas y reaparecido la tarde del día anterior acompañado de un hombre alto, más joven que él. Más tarde había llegado una mujer madura, de mediana estatura, pero no podría reconocer a ninguno de los dos visitantes, porque nunca los vio de frente y porque incluso no estaba segura de que la mujer hubiera ingresado al departamento que ocupaba el fallecido.

Al medio día, luego de algunas diligencias investigativas y de que el cadáver fuera acomodado en el camión frigorífico de la policía, abandonó el barrio todo el cortejo: ambulancia, patrulleros, policías, paramédicos y hasta un exangüe reportero de un periódico sensacionalista al que le dejaron tomar unas fotos y unas notas para la crónica roja. Quedaron en la puerta del departamento unas cintas plásticas amarillas con el mensaje “Prohibido el paso, Policía Nacional”.

Ningún familiar o amigo de Hernán estuvo acompañando estas primeras diligencias.

 

 

Al funeral de Hernán Morelos, que sucedió muy rápido después de que la policía realizara la autopsia y entregara el cadáver a su hijo, acudieron pocos amigos y familiares que se despidieron a prisa. A más de su hijo Joaquín que se encargó del modesto funeral, los hermanos de Hernán, otros familiares consanguíneos y algunos amigos; que más que lágrimas, soltaron tristezas secas. Las flores fueron muy escasas, a pesar de que la funeraria por su parte puso el ramo principal encima del ataúd.

El único gesto especial que hizo su hijo fue poner sobre la caja el mandil de masón que meses atrás había encontrado entre las pertenencias de su padre, así como una rama de acacia. Tal como lo había visto la única ocasión en que acompañó a su padre a una de esas ceremonias fúnebres de sus hermanos masones, de los cuales se había separado hacía mucho tiempo, para no volver a encontrarlos ni siquiera en este día especial; ello, a pesar de que Hernán siempre se sintió masón, aunque solitario y descarriado.

De su hasta hace poco familia política, que no era muy grande, no acudieron.

Cuando todos se habían marchado del nicho ubicado en el cuarto piso de uno de los bloques más sombríos del cementerio de El Batán, y con el cemento aún fresco, su ex mujer, Ximena, se acercó vestida de negro con una mezcla de tristeza y coraje a depositar un clavel blanco junto a la lápida con letras negras de molde pintadas al apuro: “Hernán Morelos Pesantes / 1946 – 2016”.

Elena no se atrevió a ir ese mismo día ni al funeral ni al cementerio. Al día siguiente, luego de haberlo dudado una y otra vez, al fin se decidió a tomar una rosa roja de su jardín y después de averiguar con alguno de sus amigos el lugar de la tumba, se acercó a depositar la flor con una lágrima y una gota de su sangre que derramó al pincharse accidentalmente un dedo con una espina.

Pocos días más tarde la policía dio por cerrado el caso, concluyendo que se trataba de un suicidio, pues no habían encontrado pistas para pensar que podría tratarse de algo más complicado… como un homicidio, por ejemplo.

 

 

El mismo día del funeral, en su casa, en uno de los barrios tradicionales de Quito, Joaquín Morelos, que no imaginaba lo que le esperaban los días y meses siguientes, no se conformaba con las intuiciones iniciales de la policía. Tomándose un trago de ron como casi nunca lo hacía, pensaba en que algo oscuro había en la muerte de su padre.

Si bien no habían sido muy cercanos, ni en los últimos años, ni nunca, siempre había sentido una extraña identidad con su padre; además creía tener especialmente desarrollado un sexto sentido para los asuntos relacionados con él, convencido de que esa no era sólo una virtud femenina. Pero sobre todo, las pocas veces que se habían encontrado últimamente, percibía en él una energía vital, una felicidad en el rostro casi siempre serio de Hernán, como no lo había visto en épocas anteriores. Sabía que su padre siempre había soñado con algo muy especial para el poco o mucho tiempo que le quedaba, junto a la mujer de su vida, la madre de Joaquín, a la que (suponía) su padre amaba entrañablemente y con quien muchas veces los había oído hablar de sueños compartidos hasta la muerte. No entendía claramente por qué había ocurrido la separación de su padre y su madre; cuando trató de mediar, ya era demasiado tarde.

A Joaquín no se le ocurría pensar, ni siquiera remotamente, que su madre o algún familiar tuviera algo que ver con la muerte de su padre. No sólo su madre, sino también Fernanda, hermana de ella, y otros familiares de Ximena, estaban muy molestos con Hernán, desde siempre, pero especialmente desde que abandonara su hogar seis meses atrás, después de casi treinta años de matrimonio. En diferentes episodios de furia, Ximena le había pedido que se fuera de casa, pero luego todo se olvidaba. Más, la última vez, Ximena sabía que el episodio había ido más lejos que nunca y que no habría vuelta atrás.

-Este viejo está loco, si piensa iniciar una nueva vida, así achacoso y pobre, causando más dolor y destrozos en su familia. Se necesita estar rematado para ello. ¡Qué orgullo del hombre!... en lugar de pedir perdón y quedarse -había añadido Fernanda el día en que literalmente ayudó a su hermana a poner en la vereda de la casa de La Concepción, la guitarra, los trapos y unos pocos libros de Hernán.

Ni siquiera le habían permitido regresar por sus otros libros y unos pocos discos de música que quería llevar.

Ya se les pasará, había pensado Joaquín. Igual, no se iba a enemistar ni con su madre ni con ninguna de las dos partes de su familia que quedó fracturada por la separación. Se había hecho la promesa de ser el puente entre su hoy finado padre y su madre, entre sus familias más cercanas. A sus veinte y nueve años era lo mínimo que podía esperar de su madurez, más aún cuando su adolescencia había sido bastante convulsionada y sentía una deuda de afectos con la familia.

No tenía ninguna pista sólida que afiance sus sospechas sobre la misteriosa muerte de su padre. Sólo que no le parecía coherente que alguien que había tomado decisiones tan drásticas para reiniciar otra vida, sin importarle su edad, de un momento a otro decida suicidarse… no era lógico. Algo no estaba bien. Además, si hubiera sido así, habría dejado al menos una nota. A su padre le gustaba escribir, dejar documentado y aclarado todo.

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