TANGO FEROZ
Hace unos días compartí en un par de chats, un mensaje sobre como la Negra Sosa, junto a su marido y otros artistas argentinos, fundaron en 1963 (hace 60 años) lo que denominaron inicialmente “Movimiento del Nuevo Cancionero”, extendido luego más allá de Argentina y conocido como “La Nueva Canción Latinoamericana”, que tuvo una de las más ricas expresiones en “La Nueva Trova Cubana”.
Por aquella misma época, década
de 1960, Mercedes Sosa se vinculó al Partido Comunista de Argentina. Y hubo una
gran identidad, en toda Latinoamérica, entre el movimiento juvenil de izquierda
(sobre todo entre estudiantes secundarios y universitarios), con la música folclórica
y la nueva canción latinoamericana. En el Ecuador, algunos nos dejamos llevar por esa
ola, aunque con unos pocos años de retraso, y con influencia de los refugiados
chilenos, argentinos y uruguayos.
Pero, simultáneamente a ese
proceso: izquierda, folclor, nueva canción; corría en paralelo otra poderosa
vertiente entre la juventud: el rock. Primero con la influencia del rock inglés
(muchos dicen el más hermoso) y de USA; pero también del rock argentino, y más
tarde del mexicano, muy poco los de Brasil, Chile, Uruguay y Colombia.
Se suponía que en los países andinos
como Ecuador no había rock propio, que sólo consumíamos rock extranjero. El
Negro Acosta era conocido por su interpretación virtuosa de las canciones de
Santana. El “Chamo” Jaime Guevara (Salud y Anarquía) era rockero entonces y le
encantaba cantar blues de los “negros” norteamericanos. Pero el mismo Jaime y
otros rockeros ecuatorianos comenzaron a crear sus propias composiciones. Una
canción rockera emblemática del joven Jaime de entonces, en ritmo de blue, es “El
Hijo Pródigo”. Hoy, el rock ecuatoriano y andino es muy rico y diverso.
El movimiento del rock se extendió en la década
de 1970 no sólo en Quito (la concha acústica de la Villaflora era el bastión y
a la vez el templo), sino a Ibarra, Ambato, Cuenca, Guayaquil y otras ciudades.
No sé si decir lamentablemente (porque era parte del proceso que difícilmente
hubiera cambiado), el movimiento juvenil en torno al rock, en el Ecuador y en
todo el mundo, se ligó mucho con el misticismo del consumo de drogas. En Ecuador, sobre todo marihuana, pero se consumía también San Pedro, hongos
alucinógenos, cocaína, y los más audaces incluso LSD que había llegado como una
novedad al alcance de los que más dinero tenían.
Esa relación rock – drogas, fue
impulsada por personajes como el gurú del LSD, Timothy Leary, que inventó una
serie de mitos en torno al uso del LSD y otras drogas psicodélicas. Pero hoy se
sabe, que la CIA y el Pentágono estuvieron tras la experimentación y difusión
del LSD y otras drogas entre la juventud norteamericana, para tratar de
aletargar las protestas, primero contra la guerra de Corea y luego contra la guerra de Vietnam.
En ese ambiente nacional e internacional,
y simplificando mucho las cosas, los rebeldes adolescentes y jóvenes de clase
media y de sectores populares, en las décadas de 1960 y 1970, estábamos en la disyuntiva
de dos senderos que se abrían por delante nuestro (los estudios eran sólo algo complementario):
el rock y las drogas, por un lado; o la izquierda, el folclor y la nueva
canción, por otro. Algunos tratamos de fusionar ambas vías, un híbrido
interesante. El Alexei Páez, un compa brillante, que murió relativamente joven
hace unos años, es un personaje que bien puede reflejar ese intento de fusión
(o la dificultad de la fusión); militante del MIR y luego profesor de la
FLACSO, bohemio siempre, declaraba públicamente su odio a la música folclórica y reivindicaba el
rock, el metal y el anarquismo.
La película que les recomiendo
con esta nota, “Tango Feroz” (disponible en HBO Max y en Netflix), que no está vacía de
polémica, es una película argentina de 1993, muy premiada y con gran audiencia
entonces, que analiza ese ambiente del rock, las drogas, la izquierda y la
nueva canción o la música folclórica, en la Buenos Aires de la década de 1960,
cuando aumentaba la represión a un emergente movimiento juvenil de izquierda en
las universidades, pero también a un creciente movimiento rockero en las cuevas
y otros antros de la capital argentina. Iniciaban las primeras dictaduras militares
del Cono Sur.
La narración se hace a través de
un personaje, José Alberto Iglesias Correa, conocido como “Tanguito”, un joven
rockero de origen popular, de los que eran tratados como “negritos” por los
argentinos que se atribuían un blanco linaje europeo. Y su pareja, Marianna, una
chica rubia de la clase alta argentina, hija de un coronel, que rompe con su
familia cuando se involucra en la militancia de izquierda en la universidad.
Ambos se conocen en la cárcel, cuando él cae en una redada a los rockeros y
ella en la represión a los jóvenes comunistas.
La historia de Tanguito es hermosa
en varios momentos, pero trágica casi siempre, llena de abandono, drogas,
cárcel (un oscuro policía trata de convertirlo en soplón, a lo que se niega) y
la internación en uno de esos manicomios tétricos que había y aún existen en Latinoamérica.
Muere Tanguito arrollado por un tren, tal como él mismo describía la muerte de
su padre inventado, un supuesto tanguero, al que nunca en realidad conoció.
Pero, tal vez, la muerte de Tanguito fue una liberación, de la mano de un amigo
vasco que conoció en la cárcel (probablemente militante de ETA), que le enseñó
a encontrar la paz poniendo la palma de la mano fuertemente en el centro de una
estrella de cinco puntas de un mandala mágico dibujado con tiza en el piso de
la cárcel o del manicomio.
HNC / 12 abril 2023
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